20 junio 2008

Avión SVA 10 Capitán Pastene

Crónica de un regalo que se frustró

Considerando su número total, no fueron pocos los aviones de origen italiano que sirvieron en las filas de nuestra aviación militar, aunque la casi totalidad de ellos lo hizo en el período posterior a 1930, año en que se unificaron los servicios aéreos del Ejército y de la Armada.

Antes de la fusión, sin embargo, existió un aislado episodio que tuvo como actor principal a un aeroplano proveniente de una afamada casa constructora genovesa, el que reunía características de excelencia no sólo considerando la época a que nos referimos -años 20- sino que también teniendo presente la naturaleza y estado del parque aéreo existente en Chile en esos años.

No obstante los diferentes tiempos y contextos históricos mencionados, hubo un denominador común a todos los aviones provenientes de la península y que prestaron servicio en nuestras líneas de vuelo militares, cual fue el de su mala fortuna en su paso por nuestro país, cualquiera que hubiera sido la causa objetiva detrás de ésta. Y a esta suerte adversa no sólo no se sustrajo el avión al que me referiré en las páginas siguientes, sino que además tuvo el dudoso honor de ser el primero en experimentarla.

Tal vez su corta y deslucida presencia en los cielos chilenos haya sido una de las causas del limitado tratamiento dado al tema por parte de la literatura aeronáutica local, al punto de que el más reciente y ambicioso trabajo oficial sobre nuestras alas uniformadas no lo menciona ni siquiera en forma incidental (Historia de la Fuerza Aérea de Chile, Tomo I, 1999). Justo o no lo anterior, precisamente ese escaso interés fue una de las causas que me motivó a escribir el original de este trabajo en 2002, en el año en que se cumplió el octogésimo aniversario de su arribo al país.

Ahora, entonces, presento a Uds. una versión redux (adaptada para el formato de El Observador Aeronáutico) del ejercicio de investigación que me remontó hasta 1922, tras las pistas del avión SVA 10 Capitán Pastene y de sus contemporáneos. Una extensiva revisión de documentos inéditos y múltiples notas de prensa de la época sirvieron como sólida base para este estudio.
Introducción
A comienzos de 1922, y luego de nueve años de actividades, el estado material de la aviación militar chilena era precario. En esa época, el equipo de vuelo moderno del Ejército se componía principalmente de los sobrevivientes de varios aviones de origen británico transferidos a contar de 1918, los que eran operados desde la base aérea El Bosque, en Santiago, por la Escuela de Aviación (fundada en 1913) y por la Primera Compañía de Aviación (fundada en 1918).

Recibidos en un número relativamente cuantioso, a ese año ya se registraban varios accidentes con pérdida total y muchos otros percances que habían terminado por hacer someter a dichos aeroplanos a debilitantes reparaciones y remiendos, trabajos para los cuales -además- no siempre se disponía de los repuestos necesarios. Un documento oficial de la época se encarga de consignar que –a febrero de 1922– existían ocho de Havilland DH.9 completos (más otros ocho en reparación), cuatro RAF SE.5a (+ 2), seis Bristol M1.C (+ 4), seis Avro 504 (+ 2), un Spad VII, y un Nieuport VII bajo compostura. Todos ellos, sin embargo, con distintos grados de reconstrucción, luego de quince meses promedio de operaciones continuas.


Diseño de Juan Carlos Velasco para uno de los RAF SE.5a chilenos
Ya pocos vestigios quedaban de la fuerte influencia francesa en el nacimiento y desarrollo de nuestra aviación militar, contribución que desde 1912 se había manifestado, además de lo estrictamente doctrinario, en el uso intensivo de varios tipos de Blériot, Breguet, Sánchez Besa, Voisin y Deperdussin, aparatos que prácticamente habían terminado por desaparecer de los inventarios locales. Además, los escasos que aún podían prestar servicios se encontraban sometidos a regímenes de trabajo muy restringidos.

Económicamente, la pauta del desarrollo del país y de la magnitud de los presupuestos nacionales, entre ellos los ítems pertenecientes a defensa, estaba determinada por el reciente fin de la Primera Guerra Mundial y por la declinación dramática de la importancia de las exportaciones de salitre natural, elemento del cual había amplios yacimientos en el desierto del norte grande. Este comercio internacional constituía la principal entrada de Chile, y la invención del salitre sintético no había hecho sino golpear duramente la confianza que se había depositado en este producto.


de Havilland DH.9 de la Aviación Militar chilena (JC Velasco)
Relativamente reciente el fin de la Guerra del Pacífico (1879-1883), que había enfrentado a Perú y Bolivia contra un Chile que se alzó triunfante, los roces con ambos países aún no terminaban del todo, y particularmente con Perú debido a la cuestión limítrofe de Tacna y Arica, una consecuencia del profundo reacomodo territorial habido entre ambos países como efecto inmediato de ese conflicto. Por esto, la mantención de un dispositivo militar medianamente eficiente era una preocupación real, la que por cierto se veía afectada por los factores anteriormente expuestos.

En materias de aviación, una de las medidas adoptadas para paliar el panorama someramente descrito fue la de llamar a todas las provincias del país –y con ellas a sus habitantes e instituciones– a donar dinero en la colecta nacional que se organizaría para poder comprar algunas aeronaves para el Ejército y la Armada. Inspiraba a esta suscripción pública "el notable desarrollo e importancia de que había dado muestras la aviación en la gran guerra que acababa de terminar en Europa y, lo más importante, el convencimiento de que no era posible dejar al exiguo presupuesto fiscal el peso de los gastos que originaba la adquisición de aviones y el material indispensable para el funcionamiento de las escuelas, talleres y escuadrillas... siendo justo que todos los chilenos... contribuyeran con su óbolo a comprar parte del material necesitado". El hecho de que esta colecta no lograra totalmente sus fines hizo que al año siguiente otras instituciones civiles –motu proprio– continuaran con la recolección de fondos para adquirir aviones, obteniendo un notable éxito.

Dentro de este contexto, y motivado también por los lazos de vinculación logrados luego de su fructífera presencia en varias de las más importantes ciudades del país, hay que situar el que los súbditos italianos residentes en el país decidieran donar al Ejército de Chile un aeroplano con posibilidades de ser utilizado en la instrucción de tripulaciones, protagonista desafortunado de la historia que comienza.

Los caminos que conducen a Génova
Podemos decir que ya en el segundo semestre de 1921 existieron contactos entre las poderosas colectividades italianas de Santiago y Valparaíso para favorecer a la academia aérea de El Bosque por medio de la entrega de algunos de los elementos más necesarios para el adecuado desempeño de sus funciones.

La ocasión elegida para hacer el primer obsequio fue el miércoles 5 de octubre de 1921, en una sencilla ceremonia efectuada en los patios de la Escuela, en la cual los más conspicuos miembros de la colonia peninsular residente en Santiago –agrupados en el llamado Club Italia– hicieron donación a este instituto de un moderno vehículo ambulancia marca Fiat, para complementar a un vetusto automóvil Ford que cumplía similares funciones. En los discursos de rigor, el orador por los donantes anunció que la colonia residente en el puerto de Valparaíso preparaba para la Escuela la entrega amplia y solemne de un avión marca SVA, “como una manifestación de afecto, exponente de la pujanza industrial italiana”.

De acuerdo a los tiempos en que luego se fueron dando las cosas, desde los primeros contactos con la fábrica en Italia hasta la llegada del aparato a Valparaíso, los miembros del Comité Pro-Aeroplano constituido en el puerto para la gestión de este asunto consideraron que la oportunidad más propicia para el debut en sociedad del avión sería durante la celebración de las siguientes Fiestas Patrias chilenas (18 de septiembre), fastos que incluían la conmemoración de las Glorias del Ejército (19 de septiembre). Sería una magnifica forma de aparecer fuertemente arraigados en la sociedad que los acogiera, y los sentidos discursos que sin duda se pronunciarían en esa ocasión se encargarían de destacar convenientemente el hecho.

Notas desde Italia
Nuestra búsqueda de los orígenes de este avión nos sitúa en la ciudad de Torino, Italia, el sábado 14 de enero de 1922. Ese día la fábrica lo tenía considerado para un vuelo de prueba, tarea que fue asumida por el teniente Rozzo, piloto de la aviación militar de ese país. En un dato que consignó la bitácora del aparato, éste se empinó sin mayores contratiempos hasta los 2.000 metros de altura en 9 minutos con 30 segundos, y no quedó registrado inconveniente mecánico o de diseño alguno. Luego de exactos 20 minutos de vuelo, aterrizó y quedó en condiciones de ser entregado al cliente.

(Los antecedentes de primera mano disponibles para establecer el número de construcción del avión son, lamentablemente, discrepantes. El Acta de Recepción del avión SVA 10, suscrita el 6 de septiembre de 1922 por el capitán A. Casarino y los tenientes J. Arredondo y M. Vergara, dice que el c/n fue el 496. Por su parte, el Acta de Resumen de Datos de Bitácora del Aeroplano SVA, suscrita el 12 de octubre de 1922 por el mismo Casarino, indica que el c/n es el 494).

Este biplano biplaza era sin duda una muestra del estado del arte del diseño y construcción aeronáutica de la península. Se había llegado a él a fines de 1917 como un desarrollo de la serie de aviones SVA salidos de los tableros de los ingenieros Umberto Savoia y Rodolfo Verduzio, auspiciados por la Dirección Técnica de la Aviación Militar italiana. Estos, con el concurso de la casa constructora genovesa Sociedad Ansaldo, habían dado a luz a fines de diciembre de 1916 a su primer ejemplar, un monoplaza de caza denominado SVA 1, al que siguieron sucesivamente las versiones SVA 2 (monoplaza de reconocimiento), SVA 3 (monoplaza de caza), y SVA 4 / SVA 5 (monoplazas de bombardeo).


Avión SVA 5, según J.C. Velasco
Del modelo SVA 5 se desarrollaron las variantes de dos asientos en tándem SVA 9 (entrenamiento) y SVA 10 (reconocimiento armado y bombardeo ligero), aparatos con los que las características de esta serie alcanzaron sus mejores rendimientos, los que aparentemente no eran de los mejores como aviones de caza y combate aéreo debido a algunas deficiencias en la maniobrabilidad. En cambio, el éxito del diseño vino asociado al cumplimiento de misiones de reconocimiento o bombardeo de larga duración, fotografía aérea y entrenamiento. Cabinas espaciosas, instrumentos modernos, una respetable carga de combustible, más las capacidades de un motor SPA 6A de 200/220 hp, les conferían una velocidad máxima de 210 Km/h, una autonomía de entre 6½ y 8 horas, y un techo teórico de 5.500 metros.

Habiendo destacado en algunas acciones de guerra, un importante galardón fue obtenido en agosto de 1918 en el transcurso de una incursión de siete horas de duración sobre Viena, Austria, en la que participó Gabriel d’Annunzio formando parte de una escuadrilla de SVA 9 de la 87ª Escuadrilla de Reconocimiento, modificados con estanques auxiliares de 300 litros.

Otro importante reconocimiento internacional para los aviones SVA vino de la mano del aviador italiano Arturo Ferrarin y su mecánico Gino Cappannini, quienes hicieron el famoso vuelo Roma-Tokio, despegando desde Centocelle el 14 de febrero de 1920 y arribando a su destino en Japón el 31 de mayo siguiente, luego de haber recorrido cerca de 18.000 kilómetros.

En Chile, los aviones SVA no eran unos desconocidos. A su fama internacional se sumó el conocimiento de la existencia de varios de ellos prestando servicio en Argentina, y a bordo de los cuales algunos aviadores de ese país hicieron diversos intentos por saltar la cordillera, con distintos grados de fortuna. Destacaron los capitanes Antonio Parodi y Pedro Zanni, quienes, el 9 y 16 de marzo de 1920 respectivamente, sobrevolaron Santiago procedentes de Mendoza, sin descender en nuestra capital, y logrando, además, un exitoso regreso al punto de partida.

Pero donde sin duda el vínculo se hizo más evidente fue en las varias fiestas de felicitación ofrecidas a aquellos pilotos italianos que, entre 1919 y 1921, osaron desafiar las inclemencias y dificultades a la navegación planteadas por los cielos chilenos, cruzando los Andes por sus partes más altas, o enfrentando los fríos gélidos y vientos terribles de la zona más austral.

En tal sentido, en julio de 1919 el italiano Antonio Locatelli (foto de la izquierda) había llegado a Viña del Mar desde Buenos Aires a bordo de un monoplaza SVA 5, para retornar al Atlántico durante el siguiente mes transportando nuevamente correspondencia. Asimismo, a fines de mayo de 1921, Mario Pozzati (foto de abajo), italiano residente en Punta Arenas, unió esa ciudad con su similar de Río Gallegos (Argentina) a bordo de un biplaza SVA 10 llamado Magallanes, propiedad del Comité Pro-Aviación de Magallanes. Finalmente, en diciembre de 1921 el sargento italiano Nicolás Bó aterrizó en El Bosque desde Bahía Blanca montado en un SVA 10, transportando como pasajero al también aviador Francisco Ragadale. Todos ellos recibieron de una u otra manera el reconocimiento de sus compatriotas en Chile luego de sus respectivas hazañas, y probablemente contribuyeron sin saberlo a convertir al SVA 10 en objeto de deseo para aquellos que querían obsequiar un avión a la aviación militar local.

Adelantemos aquí que, exceptuando el avión de Locatelli, los otros dos aparatos mencionados terminaron sus días de actividad estrellados en estas tierras, al poco tiempo de haber llegado. Más adelante volveré con algún detalle sobre estos hechos para referirnos al destino final del aeroplano obsequiado al Ejército.

Sin embargo, y a pesar de sus pergaminos, en manos de los aviadores militares chilenos el tipo de avión SVA no lograría sumar ningún nuevo mérito, lamentablemente. Muy por el contrario, su permanencia en el país estaría marcada por una serie de contrariedades y un destino aciago, similar a la suerte de sus ya mencionados hermanos de fábrica en su fugaz paso por estos pagos.

El arribo a Chile
Difícil establecer el mes preciso del primer semestre de 1922 y el nombre del vapor a bordo del cual arribó nuestro protagonista a Valparaíso. Lo cierto es que el cajón en que llegó el fuselaje y el motor ingresó por la aduana de ese puerto y habría quedado depositado en sus almacenes durante un tiempo sospechosamente largo, circunstancia que contribuyó a dar fuerza al rumor de que era inminente la ejecución en remate del conjunto, por deuda de derechos de internación, una versión que no estaba lejos de la realidad.


La proximidad de la entrega del avión a los militares motivó el interés de la prensa del puerto, tradicionalmente seria y bien informada, la que empezó a indagar sobre el tema a contar del 5 de septiembre. Un reportero concurrió hasta las oficinas de los importadores del avión, casa Molfino Hnos. (propiedad de Juan Molfino, unos de los miembros del Comité Pro-Aeroplano) y entrevistó a quien se identificó como “jefe técnico” de ese comercio. Éste, junto con explayarse largamente acerca de las bondades mecánicas del aparato, a modo de comentario confirmó la demora en liberar el avión y la efectividad de haber estado cerca de salir a remate (o a lo menos alguna acción que en ese momento se percibía como punitiva por parte de la aduana en contra de los importadores).

No nos cabe duda de que los Molfino, ante esa involuntaria infidencia, alguna reprimenda dejaron caer sobre su empleado. Prontamente había que desmentir el haber estado tan cerca de ese ignominioso destino –rematado en beneficio del Fisco chileno, el mismo al que se quería obsequiar– y de ello dio cuenta la prensa de la competencia al día siguiente. Junto con calificar el desliz de su jefe técnico como "un involuntario error del diario" que lo publicó, los comerciantes italianos atribuyeron la demora en retirar el cajón desde la aduana al hecho de tener que esperar el arribo desde Italia de otros bultos conteniendo piezas de recambio. Indirectamente responsabilizaron de la demora a los deseos del gobierno de que, junto con el avión, se entregaran repuestos suficientes para garantizar la operatividad de aquel, materiales que no habían sido inicialmente considerados en la importación.

Lo cierto es que el ejecutivo chileno poco había tenido que ver con la génesis de la demora. En efecto, la evidencia disponible indica que, a pesar de sus buenas intenciones, al Comité le costó mucho lograr reunir los dineros necesarios para adquirir finalmente el avión en Italia, y sólo fue hasta último momento que pudo cumplirle a los Molfino con los costos de adquisición y traslado a Chile, a tal punto que el hecho mismo de la donación estuvo en peligro de concretarse, particularmente por la proximidad de la fecha elegida para hacer entrega oficial del regalo (el cónsul de Italia en el puerto reconoció al capitán Gabriel Valenzuela, encargado de la recepción de los bultos en Valparaíso, que el retardo en desaduanizar el avión se produjo debido a que sólo el día 4 de septiembre se había logrado reunir el dinero suficiente para pagar el precio de la máquina y sus repuestos).

La circunstancia anterior explica suficientemente bien el inusual hecho de haber traído desde Europa un avión sin los mínimos repuestos ni utillaje necesarios para su adecuado uso–algo que sin duda debe de haber sorprendido incluso a los mismos vendedores, la Casa Ansaldo. Enterados los militares de que el asunto venía a medias, estos habrían hecho saber que no estaban dispuestos a hacerse responsables del destino del aparato –ni siquiera mientras tanto– si es que no se les entregaban todos los elementos requeridos (con toda seguridad más para garantizar que ninguno de sus pilotos o mecánicos se matara inadvertidamente, que para coadyuvar en la correcta ejecución de los deseos de los italianos de beneficiar a su segundo país).

La necesidad de pagar a los Molfino lo originalmente adquirido en Italia (más todos los accesorios) y adicionalmente tener que solventar los derechos aduaneros para completar la operación, requirió que el Comité debiera pedir a los miembros de la colonia que buscaran nuevamente en sus bolsillos, tal como lo confesó a la prensa un residente de la época. Este notable esfuerzo económico marcaría futuras actitudes de la colectividad en relación con el estado del aeroplano, como veremos.

Una vez encargadas a Europa dichas piezas, a inicios de septiembre de 1922 el impasse ya estaba prácticamente superado. Ya en Valparaíso el nuevo pedido, se destacaba que los repuestos adquiridos comprendían “innumerables piezas que en su totalidad podrían casi reconstruir el aeroplano en el país... [garantizando] eficiencia en la marcha, vida y conservación del aparato”. Esta vez los donantes se preocuparon de obtener una numerosa serie de piezas de recambio, dentro de las cuales se podía observar un juego de alas, timón de profundidad, planos fijos, cables de comando y varios metros de tela, más todas las herramientas y accesorios para la puesta a punto de cualquier parte del fuselaje. También, partes fundamentales para el adecuado funcionamiento del motor, entre ellas dos cilindros, pistones, válvulas, hélice, radiador, bombas de agua y de aceite, y un completo surtido de todos los accesorios necesarios para la operación de éste.

Con todo, se fijó el día 5 de septiembre para el desaduanamiento y entrega del avión a la comisión de militares venidos desde Santiago, un trámite que desde el gobierno se intentó allanar mediante el despacho –muy a última hora– de una “orden especial” de liberación de derechos de importación, y de facilidades para el traslado de los bultos en ferrocarril. Sin embargo, en la mañana de ese día una nueva dificultad ensombreció el panorama. A la reunión celebrada en el edificio del consulado italiano para firmar el acta de entrega, no concurrieron a suscribirla algunos de los miembros que estaban debidamente avisados del trámite. Con un involuntario dejo de ironía, el periódico El Mercurio del día siguiente dio cuenta de las “activas diligencias” hechas por algunos integrantes del Comité para lograr que todos los que debían firmar lo hicieran efectivamente, lo que da pistas acerca de que las dificultades al interior de ese colectivo subsistían luego de los recientes problemas de dinero, y que la ausencia a la cita no radicó en un simple olvido, circunstancias que se confirmarían más adelante.

Finalmente, a las 14:00 horas del 6 de septiembre, el cónsul de Italia, el Comité Pro-Aeroplano, miembros de la colonia, y los militares recipientes comandados por el capitán Gabriel Valenzuela, apresuraron sus pasos hacia las bodegas en que esperaban los cajones para hacer la entrega de ellos. Por donde se mire, todo un parto, y como tal fue reconocido en esa fecha (pues Valenzuela alegó luego, y oficialmente, por la larga serie de trámites preentrega).

Un nombre para el avión
El acta por la cual se le hizo entrega al capitán Valenzuela de los dos cajones conteniendo el obsequio, y dirigida al ministro de Guerra en Santiago, decía que “el Comité Pro-Aeroplano vería con agrado que al aparato se le asignara el nombre de Juan B. Pastene, como homenaje al fundador de Valparaíso”. En iguales términos se había expresado Salvador Nicosía, vicepresidente del Club Italia, en los expansivos discursos pronunciados durante la entrega de la ambulancia Leonardo da Vinci en octubre del año anterior.

Los italianos se referían sin duda al marino genovés Juan Bautista Pastene. Nacido en 1507, y luego de una intensa y fructífera carrera naval, arriba a Chile en julio de 1544 y se pone de inmediato bajo las órdenes del Conquistador don Pedro de Valdivia, fundador de Santiago en 1541, quien le confiere el grado de Teniente General de la Mar y le encarga explorar las costas de Chile desde Valparaíso hasta el Estrecho de Magallanes. En su primera expedición en 1544 el marino descubrió y tomó posesión de innumerables localidades y sitios aptos para ser usados como puertos, preparando los actos fundacionales que el propio Valdivia haría posteriormente. Otras incursiones y la importancia notable de este personaje han hecho que se le conozca con justicia como “el primer almirante del mar chileno”.

En honor a la verdad histórica, tanto las palabras de Nicosía como los términos del acta redactada por los miembros del comité erraban en el hecho fundamental de que Pastene no sólo no descubrió Valparaíso, sino que fue de ahí desde donde organizó su tarea descubridora hacia el sur, siguiendo el mandato de Valdivia. Valparaíso ya existía como tal desde 1536, cuando el capitán don Juan de Saavedra, un comandante español mandado por don Diego de Almagro, y siguiendo órdenes de éste, arribó al lugar a encontrarse con la carabela Santiaguillo, nao que el mismo Almagro había despachado por mar desde el Perú en previsión de las necesidades logísticas que experimentaría su expedición terrestre. Fue el adelantado Saavedra quien bautizó al lugar como Valparaíso, en honor sin duda al pueblo de su propio nacimiento, cerca de la ciudad española de Cuenca. Posteriormente, fue el propio Valdivia quien en 1544 lo denominó “puerto natural de Santiago”, desarrollándose la ciudad espontáneamente a partir de 1559, sin haber sido jamás fundada en forma oficial.

Obviando el pintoresco hecho de esta difundida confusión, nuestro avión siempre fue conocido como Capitán Pastene, y con ese nombre pasó a la historia de la aviación chilena, a pesar de que –como veremos– la ceremonia de bautizo propiamente tal jamás pudo llevarse a cabo.

Si los militares chilenos se dieron o no el tiempo para endilgar un discurso de agradecimiento a su contraparte italiana, es algo de lo cual no quedó registro. Sí tomaron los dos grandes cajones que contenían al avión y los repuestos, los subieron arriba del primer tren a Santiago, y se devolvieron suficientemente mosqueados a El Bosque. Si es que no hubo sentidas palabras de felicitación, de seguro no fue por descortesía ni a consecuencia de la acritud del ambiente, sino que sólo faltaban escasos doce días para la ceremonia oficial de entrega y bautizo del aeroplano, y había que proceder con gran expedición.

Sin embargo, nuevos tropiezos complicarían las cosas, y las celebraciones nacionales chilenas llegaron sin que la colonia pudiera cumplir su anhelo de presentar en sociedad al avión como parte de las festividades. Tratándose de un aparato de reciente factura y sin uso, la situación se dificultó mucho más de lo debido y esperado y, tras varias nuevas fechas de bautizo sucesivamente abortadas, el tema perdió relevancia y se sumergió en una cotidianidad que aparentemente no molestó a nadie, pero sólo aparentemente.

Lo que le ocurrió en El Bosque
La prensa del puerto aún se encontraba entusiasmada con la entrega del avión al Ejército, y destacaba que su ensamblado y pruebas en Santiago “progresaban a la perfección”. Incluso especuló –siguiendo a los diarios capitalinos– con la posibilidad de que el aparato fuera a apoyar de emergencia el crucero Santiago-Río de Janeiro iniciado el 29 de agosto anterior por los capitanes Aracena y Baraona (foto de abajo) a bordo de dos de Havilland DH.9, despliegue que el día 2 de septiembre sufrió un difícil contratiempo con la caída y destrucción del avión de Baraona en la pampa de Castellanos, Argentina.

Si bien fue verdad que existió la intención de echar mano del SVA 10 para esos fines, cualquier deseo en tal sentido se estrelló con la firme negativa de los donantes, quienes expresamente se apresuraron en vetar –incluso en las más altas esferas– su utilización para ese vuelo. Considerando lo acontecido posteriormente con Aracena (su aparatosa caída a pocos kilómetros de la meta), el razonamiento del comité no pudo ser más cuidadoso y premonitorio, en el sentido de evitar que cualquier prisa en el uso del aparato impidiera un adecuado ensamble y puesta a punto de él, lo que aumentaría las posibilidades de contratiempos en la extensa ruta a Brasil, trayendo aparejado el consiguiente desprestigio del aeroplano. Si bien ellos querían lograr lucimiento con el avión, ya tenían claramente decidido cuándo, dónde y cómo lo obtendrían; y aunque el vuelo a Brasil era ciertamente interesante por sus implicancias –todo el país estaba atento–, no querían ellos que sus originales intenciones se malograran víctimas de la improvisación de una jefatura alarmada por el giro que estaba tomando el raid a Río de Janeiro.

Sin embargo el potencial curso que podían tomar los acontecimientos, los aviadores de El Bosque se percataron rápidamente de que los sueños de los italianos de ser protagonistas en las próximas Fiestas Patrias tampoco iban a poder convertirse en realidad, y que los integrantes del alto mando que estaban pensando en enviar el avión para apoyar a Aracena sólo perdían su tiempo.

En efecto, en El Bosque esperaba una comisión receptora formada por el capitán Amadeo Casarino y los tenientes José Arredondo y Modesto Vergara, quienes tenían la obligación de “efectuar la recepción del avión y sus repuestos, y elaborar el acta respectiva”. Asimismo, suponemos que los mecánicos de la Maestranza de Aviación no necesitaron leer completamente la orden expedida por la Inspección para abocarse rápidamente a armar el aparato y comenzar con las pruebas de rigor; después de todo, se trataba de una joya a la que todos querían ver brillar y que sin duda destacaría claramente entre los restantes medios que se alineaban en la Escuela.

Sin embargo, al entusiasmo siguió pronto el desencanto. En el primer examen hecho por la Maestranza al motor SPA 6A de inmediato fueron observadas una serie de deficiencias de alguna magnitud, las que deberían ser subsanadas previamente a las pruebas de encendido del mismo.


Motor SPA 6A del SVA 10
Así, y entre otras fallas, la cañería de cobre que llevaba agua caliente al carburador estaba rajada; todas las uniones de goma estaban resecas; las válvulas venían mal ajustadas, y los cables de las magnetos a las bujías cortados en varias partes. Suponiendo que se trataba de un avión enteramente nuevo y con sólo los 20 minutos del vuelo en Italia, los técnicos sostuvieron con desazón que todos los defectos encontrados “lo eran de fábrica”, y que había habido “falta de control de calidad”. Revisiones posteriores darían cuenta de un mal armado de los comandos del motor; errores en el armado de la llave de tres pasos de la bencina, y mal estado del termómetro del radiador.

Una vez corregidos los inconvenientes inicialmente descubiertos, se procedió a las pruebas de motor en tierra. Después de dos ensayos se hicieron evidentes algunas filtraciones en la parte inferior de las camisas de circulación de agua, lo que afectaba en esencia el sistema de refrigeración de los bloques de los cilindros. Luego de usar los dos únicos cilindros que venían en el lote de los repuestos, se vio que éstos también filtraban, por lo se procedió a aplicar procedimientos usuales de soldadura debido a que la primera apreciación de los técnicos fue que el problema aparecía como “insignificante”. Sucesivas aplicaciones de plata, fierro y bronce no dieron resultado, lográndose finalmente cierta adherencia con soldadura de estaño.

El avión fue probado en vuelo por primera vez en Chile el jueves 12 de octubre de 1922, al mando del capitán Armando Castro (fotografiado abajo) , quien lo condujo por 40 minutos. El oficial lo encontró aceptable, salvo algunas durezas de los comandos de alerones. Sin embargo, una revisión inmediatamente posterior mostró que las soldaduras se habían abierto de nuevo y que el sistema de lubricación fallaba por completo. Como se viera que los cilindros habían sido alterados en su forma por los anteriores procedimientos de soldadura, y ante la falta de repuestos, el aparato pasó nuevamente a reparación.

En manos del competente ingeniero inglés Arthur Seabrook –de servicio en nuestra aviación militar desde 1920– éste intentó reparar las filtraciones con nueva soldadura. Al proceder a desarmar los cilindros 3 y 4 encontró que estos estaban en mal estado debido a las reparaciones anteriores, en las cuales la aplicación excesiva de calor los había deformado, junto con afectar a otras piezas.

Los errores cometidos en el proceso de soldadura, y los daños evidentes causados al motor, hicieron que desde el alto mando se ordenara instruir un sumario administrativo para determinar las responsabilidades involucradas, dejando ver el grave giro que estaban tomando los acontecimientos.

Estando en conocimiento de que los jefes militares querían que el avión estuviese listo lo más pronto posible para hacer el postergado vuelo a la costa y cerrar el tema del bautizo, Seabrook propuso –para esa sola ocasión– ponerle los cilindros del SVA 10 del sargento Nicolás Bó, cuyos restos estaban en la Maestranza luego de ser recuperados del accidente que lo había dejado fuera de servicio en enero de 1922. Sin embargo, los expresos deseos del italiano, quien luego de su paso por Chile había debido retornar en tren a Buenos Aires, eran "que no se tocara el motor”, por lo que no fue posible apurar la recuperación por esa vía, ni siquiera para el sólo efecto de aquietar los ánimos de los benefactores en Valparaíso. Como resultas de lo anterior, el Capitán fue almacenado en la Maestranza a la espera de alguna solución.

A fines de la primera semana de diciembre de 1922, y ante la imposibilidad de obtener resultados exitosos en los trabajos de la Maestranza, ya se pensaba en la posibilidad de pedir repuestos a Génova o a Buenos Aires puesto que a esa fecha el problema mayor continuaba siendo la generalizada falla del bloque de cilindros. Paralelamente, se opinó que la soldadura eléctrica podría ser una solución, pero la realidad era que se carecía de ella en la Escuela y no había conocimiento claro de que la hubiera en algún lugar de Santiago. (ingeniero Arthur Seabrook, a la derecha)

Ante tal estado de cosas, la jefatura militar dispuso el 18 de diciembre que el capitán Casarino indagara acerca de las posibilidades de reparación en diversos talleres civiles de la ciudad, así también que se consultara en la Maestranza de Ferrocarriles de San Bernardo y en los Arsenales de Marina.

La situación se mantuvo inalterada hasta el sábado 20 de enero de 1923, fecha en la que, luego de algunas averiguaciones, se llevó un bloque al taller de soldadura eléctrica de Echegoyen y Cía., quienes, luego de un rápido examen, se consideraron incapaces de garantizar buenos resultados en el trabajo requerido, situación que se repitió con otro taller civil. Finalmente, y mientras que con alguna fe se intentaba nuevamente la reparación de otro bloque en la propia Maestranza de Aviación, se decidió enviar las otras piezas a los talleres de prueba de la Baldwin Locomotive Company, como último recurso.

Alguna solución se obtuvo con las medidas adoptadas y con los esfuerzos que continuó haciendo la Maestranza, puesto que por fin el 23 de marzo de 1923 se le declaró apto para ser probado en vuelo y el domingo 25 siguiente el aparato fue entregado para ello a la Escuadrilla de Instrucción de la Escuela. En ésta fue volado por el experimentado capitán Federico Baraona y por el teniente Andrés Sosa, aunque muy pronto ellos manifestaron no estar satisfechos con el trabajo del motor, pues sufría de “calentamiento excesivo y pérdida de potencia... con serias fallas de lubricación”, deficiencias que incluso ocasionaron un cuasi accidente mientras era tripulado por Sosa, quien en alguna oportunidad no precisada debió aterrizar de emergencia en una granja adyacente a la cancha de El Bosque. En virtud de lo anterior, y previo informe del ingeniero Seabrook, a comienzos de abril el aparato se declaró “no apto para el servicio” y se ordenó una total revisión del motor, con lo que la situación volvió irremediablemente al punto de partida.

A fines de agosto de 1923 Seabrook finalmente informó que se había logrado hacer las reparaciones necesarias para poner en funcionamiento el motor, pero que era absolutamente necesario y urgente conseguir cilindros y pistones nuevos, augurando una corta vida a los actualmente instalados en el avión.

Un salvavidas desde Valparaíso
Objetivamente, para los italianos su donación fue un completo fracaso, y ellos estaban perfectamente conscientes de eso. Ya no sólo habían visto frustrados sus planes de participar de las ceremonias públicas de septiembre de 1922, sino que también debían agregar el conocimiento del mal estado de “su avión” y de la inutilidad de todas sus anteriores gestiones para haber entregado medianamente a tiempo no sólo el aeroplano sino que también los repuestos pedidos por el Ejército. A esa situación debieron sumar ciertas discrepancias internas con relación al manejo de la pequeña crisis que significaba para ellos no tener una respuesta clara y precisa –y especialmente una solución– desde las oficinas de la Dirección de la Aviación Militar en Santiago.

En una de las varias reuniones habidas en el puerto para manejar opciones, el Comité Pro-Aeroplano decidió que fuera Juan Molfino quien intensificara sus contactos con los militares para ver qué era lo que estaba pasando realmente en El Bosque y obtuviera una aclaración definitiva. Éste se dirigió a su amigo el general Luis Contreras, Director General de Aeronáutica, en una sentida carta de 18 de agosto de 1923, en la cual legítimamente sinceró sus impresiones acerca del problema que los aquejaba, expresando que él ya había informado al Comité acerca de los daños al motor del avión causados en la Maestranza, y de la investigación sumaria mandada realizar por Contreras para determinar responsabilidades por ese hecho. También, que él había tratado que fuera el propio Comité quien encargara y pagara los repuestos necesarios para poner en vuelo al avión, pero que dicha instancia –dolida– no había querido siquiera reunirse para tratar el punto, porque “estaba claro que la colonia no iba a responder nuevamente”. Sostuvo incluso que en Valparaíso se alimentaba desde hacía tiempo la idea de “haber caído el SVA en manos de personas intencionadas para que (el avión) no pudiese dar los resultados que el mundo entero conoce”.


Imagen de la carta que en 1923 intentó arreglar la situación del avión
Por su parte, sin necesariamente apoyar los comentarios de sus compatriotas, sostuvo que su opinión particular era que no debió haberse hecho la entrega de los cajones en septiembre de 1922 de la forma que se hizo, y en un momento en que Contreras –amigo de larga data y garantía de seriedad– no era el jefe de los aviadores. Conciliatoriamente, y reconociendo hallarse en una situación muy incomoda, ofreció que sería la propia casa Molfino Hermanos quien encargaría y pagaría por todos los repuestos necesarios, por lo que necesitaba con urgencia un reporte muy detallado de lo requerido en la Maestranza para enviar a Génova a uno de sus agentes para concretar las adquisiciones que fueran imperativas. Finalmente, Molfino solicitó que esta gestión se mantuviera en “la más absoluta reserva”, dejando ver así una nobleza enaltecedora, pero también un sentido de negocios muy práctico, puesto que, representante en Chile de la Casa Ansaldo al fin y al cabo, era necesario “dejar atrás la atmósfera errónea que muchas personas se han formado sobre el avión SVA”. Con esta fórmula privilegiaba una solución potencialmente comercial por sobre el enojo evidente de sus connacionales del puerto y de su negativa para seguir dándole cualquier apoyo a los militares en este tema.

Aún ante esta generosa actitud del italiano, y seguramente reflejando cierto hastío de los militares ante el tema del avión, todavía debieron producirse otras insistentes comunicaciones posteriores de Molfino hacia Contreras para obtener una respuesta, la que se produjo recién el 25 de agosto en carta firmada por el capitán Casarino, en la que éste pidió un juego de tres bloques para cilindros (delantero, medio y posterior) y otros varios ítems para “asegurar el funcionamiento del motor ante el desgaste de piezas”. Poco después saldría para Italia Mario Goio, hombre de confianza de los Molfino, quien terminaría por traer las vitales partes.


Ilustración de Juan Carlos Velasco del avión SVA 10 Capitán Pastene
Una nueva oportunidad para debutar
Una vez en la Maestranza los nuevos repuestos traídos por Goio, el interés de los italianos por apurar la puesta a punto del avión se reactivó fuertemente iniciado el año 1924, particularmente cuando se tuvo noticia en Chile de que el país recibiría en visita de Estado al embajador italiano Giovanni Giuriati, emisario extraordinario de S.M. el Rey de Italia Víctor Manuel III, en gira por Latinoamérica. La colonia residente vio en este hecho la ocasión ideal para llevar a cabo el tantas veces postergado bautizo del avión, en un evento que para ellos y para el país tendría características de dignidad que, si bien no iguales a las de las Fiestas Patrias, a lo menos de una importancia más que notable, como efectivamente ocurrió.

Cuando Giurati arribó a Valparaíso el 26 de junio de 1924 a bordo del crucero Nave Real Italia, la actividad en la Escuela de Aviación y en la Maestranza para dejar al avión listo debió haber sido intensa. Ya estaba programado que el bautizo se llevaría a cabo el martes 30 de junio a las 11.00 horas en el Sporting Club de Viña del Mar, ciudad inmediatamente vecina a Valparaíso, y todo debía estar listo para hacer el vuelo de traslado del aeroplano y tener un feliz aterrizaje en la pista de carreras hípicas de dicho recinto.

Premonitoriamente, el programa de los festejos –publicado ampliamente en la prensa de esos días– anunciaba que el bautizo se haría, “salvo inconveniente de última hora”. ¿Falta de confianza?, ¿una simple nota de estilo? Como haya sido, el destino del SVA 10 Capitán Pastene se aproximaba ciego e inexorable.

Pudo ser peor
Como suele ocurrir, Santiago amaneció despejado y con un sol radiante, aunque la neblina se cernía sorda sobre la costa y algunos sectores intermedios. Tal vez un buen sistema de comunicaciones y coordinación habría permitido planificar mejor el vuelo, avisando de las condiciones meteorológicas poco adecuadas que encontrarían los viajeros.

El teniente Sosa –que había participado activamente en las pruebas de vuelo del avión en la Escuela– y un cabo mecánico de apellido Soto fueron comisionados para trasladar el aparato a la ceremonia, por lo que ambos iniciaron temprano los primeros aprestos para emprender el viaje.

A las 10:00 horas se puso en marcha el motor y éste funcionó con un ruido armónico y uniforme, y la prueba de cambio de estanques no interrumpió su marcha regular. Sólo fue observada una pequeñísima filtración de combustible en el depósito principal, detalle que fue despreciado por Sosa considerando lo corto del vuelo y el apoyo de las dos bombas manuales que poseía a bordo para dar presión a los estanques.

El despegue desde El Bosque se hizo sin contratiempos a las 10:25 de la mañana, y el aparato se encumbró rápidamente a 1.000 metros sobre el aeródromo. En esa condición fueron hechas nuevas pruebas de magnetos, estanques, manómetros, contador de revoluciones, altímetro y demás instrumentos, todo lo cual resultó satisfactorio, por lo que tomaron rumbo hacia el oeste.


En carrera de despegue desde la cancha de El Bosque, Santiago
El clima desfavorable no había alcanzado a revertirse en la costa cuando el aparato volaba solitario en demanda de la cancha de Viña del Mar. Al entrar en la región de cerros a la salida de Santiago, el motor empezó a ratear, por lo que Sosa dio media vuelta y emprendió el regreso a su base, aunque manteniendo la altura con la esperanza de que todo volviera a la normalidad y volver a cambiar de dirección. Una vez sobre la cancha de la Escuela, nuevamente hizo comprobaciones de los indicadores de a bordo, los que atestiguaron un correcto funcionamiento. Ante esto, el piloto decidió retomar la ruta a Viña, pero esta vez no sobre los cerros, sino que bordeándolos para tener claridad a cada momento acerca de las posibles canchas de aterrizaje en caso de una nueva emergencia.

A las 11:15 horas el puerto y una ancha franja de costa se encontraban totalmente cubiertos por una cerrada neblina, la que ascendía hasta unos 900 metros de altura. Algunos puntos geográficos sirvieron a Sosa para ubicar la posición de Valparaíso, particularmente el lago Peñuelas y los cerros que rodean a Reñaca, así es que, convencido erróneamente de que la capa de neblina no era muy gruesa, decidió ingresar en ella para entrar por su parte inferior a la cancha del Sporting Club donde lo esperaban las autoridades.

Antes de bucear en la espesura, y mientras tomaba la dirección mar a tierra, se percató de que el medidor de presión de aceite estaba descompuesto, pues a pesar de que las indicaciones de éste eran alarmantes el motor funcionaba sin novedad. Decidió seguir e ingresar en la capa, bajando un poco la potencia y sintiendo algunas explosiones a las que no dio importancia. Con los ojos fijos en el altímetro y sin lograr ver nada más que la cabina de su avión, cuando el indicador marcó altura cero movió los controles para enderezar al Capitán e instantáneamente vio la espuma del oleaje cuando el aeroplano estaba a sólo cuatro o cinco metros de altura. La reacción inmediata ante esa crítica situación fue poner motor y mantener la dirección general que llevaba, a pesar de no ver nada hacia afuera excepto uno que otro manchón de agua.

El temor a estrellarse contra alguno de los barcos surtos en la bahía o algún obstáculo natural hizo que Sosa decidiera volver a subir en la neblina y cancelara unilateralmente su esperado arribo a Viña del Mar, iniciando por segunda vez en el día el regreso a Santiago. Sin embargo, fue en este preciso momento que el motor comenzó a fallar alternadamente –pero en forma evidente– por lo que salir de la ceguera resultó imposible.

A partir de aquí lo único que importó fue dejar de sobrevolar el agua y alcanzar alguna franja de tierra, pero aún debieron pasar largos minutos en que Sosa (foto a la derecha) sólo encontró mar bajo los pocos espacios de claridad en que lograba ver algo. Ante eso, y con la potencia francamente disminuida, pero manteniendo todavía 10 metros de altura, 100 millas de velocidad, y al mecánico Soto accionando la bomba de presión de aire a los estanques de bencina, atinó a volar en círculos concéntricos cada vez más amplios, con la esperanza de encontrar tierra de una manera ciertamente trabajosa, pero evitando de esta forma ingresar derechamente hacia el este y a los peligrosos cerros inmediatamente vecinos a las ciudades costeras.

Esta última maniobra sin duda les salvó la vida, aunque contribuyó a apartarlos cada vez más de Valparaíso, punto del cual ya se habían alejado bastante hacia el norte con la errática navegación que llevaban hasta ese momento.

Mientras la desesperación cundía, lograron ver una franja de playa y algunas casitas, iniciándose entonces la aproximación de mar a tierra a fin de bajar y acabar con esta pequeña odisea. Cuando todo parecía que iba a salir medianamente bien, el motor se detuvo en seco y la situación de emergencia entonces fue absoluta. El amerizaje fue la única alternativa –porque todavía estaban demasiado lejos de la costa– y Sosa, aprovechando la poca altura que aún tenía, intentó llevar el avión al agua de la mejor manera para así minimizar las consecuencias.

Sin embargo, el Capitán Pastene, en un último arranque de porfía y siguiendo la vocación marinera de su homónimo del siglo XVI, se zambulló sin elegancia ni gracia alguna en el frío Pacífico frente a Caleta Horcón, unos 45 kilómetros al norte de Viña del Mar. Los relojes de ambos tripulantes se detuvieron a las 11:49 horas del martes 30 de junio de 1924.

Primeros auxilios
Fue tan fuerte y consistente el freno que opuso el agua al recibir al avión, que Sosa –quien se había desamarrado poco antes de caer– salió despedido de la cabina, yendo a caer ileso –pero aturdido– a diez metros del aeroplano. Distinta fue la suerte del mecánico Soto, quien recibió algunas heridas en la cabeza, de las cuales de inmediato comenzó a manar abundante sangre.


Mapa de la prensa de la época, señalando el lugar del accidente
Azotados por las olas y con el avión hundido completamente hasta el timón de dirección, ambos hombres se asieron como pudieron a lo que sobresalía del Capitán, e intentaron recuperarse de la conmoción del choque antes de comenzar a nadar en dirección a una puntilla que se veía desde allí, y en la que se lograba divisar a unos niños que gritaban que la ayuda iba en camino. Sin embargo, la fuerza del mar y lo pesado de las empapadas ropas de ambos, de las que no habían logrado desprenderse del todo, hicieron que fuera imposible avanzar más que un par de metros.

Media hora pasó entre el impacto con el océano y la llegada de ayuda. Cinco pescadores a bordo de un bote remaron afanosamente en demanda de los caídos, y al llegar al lugar tomaron a ambos hombres cuando éstos ya estaban a punto de ahogarse, desfallecientes. Velozmente, y aprovechando los elementos de trabajo que la improvisada partida de salvataje llevaba a bordo de la embarcación, y ayudados por otros lugareños que al poco tiempo también llegaron, todos ellos en conjunto consiguieron amarrar una boya al hundido aparato, aunque sólo para evitar que se lo llevara la marea puesto que el esfuerzo era insuficiente para sacarlo a flote.

Mientras tanto, en el Sporting Club de Viña del Mar el ilustrísimo embajador Giuriati y todos los demás altos dignatarios chilenos y extranjeros –más numeroso público– continuaron esperando la llegada del avión, y nadie les informó del accidente. En cambio, se les dijo que éste “había tenido una falla técnica que lo había obligado a devolverse a Santiago”. No resulta difícil adivinar la tremenda desazón de la colonia y de los miembros del Comité ante este nuevo contratiempo, amargura que no logró desvanecerse con los sones marciales y las lucidas acrobacias ecuestres del regimiento Coraceros, espectáculo con que se regaló a los asistentes.

La mala suerte del Capitán
Ya algo más repuesto, Sosa aprovechó el mismo bote que le salvó la vida para dirigirse a la base de Quintero, puerto al que arribaron más o menos a las 15:30 horas. Al pasar cerca del sitio del accidente, pudo ver que algunos pescadores comenzaban a arrojar unos cables para hacer fuerza e intentar reflotar parte del avión.

Una vez seco y a salvo en Quintero, el joven piloto entró en comunicación telegráfica con su jefe que lo había esperado en la mañana en el Sporting Club –un ansioso general Contreras–, para explicarle en detalle las circunstancias vividas:

- “La pérdida de la máquina no importa”, señaló el general. “Ud. sabe que nuestra pequeña Maestranza de El Bosque podrá fácilmente entregársela reconstruida para que la traiga a Viña del Mar por la vía aérea”, continuaba, en unas palabras de tono paternal que sólo se podrían interpretar como de consuelo al oficial caído, puesto que de realismo no tenían nada en absoluto (la prensa recogió con mucho detalle estos diálogos).

En dicha conversación fue el mismo Sosa quien no sólo opinó sino que también confirmó que la nave era rescatable (¡pero no dijo si recuperable!), y eso sirvió indudablemente de acicate para que el general se contactara con su amigo el vicealmirante Francisco Nef para solicitarle que enviara una unidad de la Armada a recoger al avión:

- “¿Y la máquina?, ¿es posible salvar el motor?”, preguntó el general.

- “Sí, está amarrada a una boya”, respondió Sosa.

- “¿De modo que si obtengo del almirante el envío de un barco, es probable salvarla?”, repreguntó Contreras.

- “Sin duda, si los auxilios llegan temprano”, fue la sentencia del piloto.

¿Para qué, finalmente?


El cazatorpedero Lynch
Requerido por un convencido general, el jefe naval dispuso de inmediato segregar al cazatorpedero Lynch de las maniobras que efectuaba con la Escuadra en Puerto Aldea, por el norte, comisionándolo para que fuera a Quintero a recoger a Sosa y a Soto y se dirigiera con ellos a la zona del accidente a rescatar al avión, al que se suponía todavía sumergido y amarrado a las boyas facilitadas por los pescadores de Puchuncaví.



El buque arribó a la zona el miércoles 1º de julio, sólo para encontrarse con la sorpresa de que los mismos pescadores –motu proprio– ya tenían al avión en la orilla, luego de estar horas en el agua, en una maniobra que, si bien altruista, debió haberle causado un daño considerable. Ante lo imprevisto de la situación, que alteraba claramente los presupuestos de hecho de la orden impartida por Nef, y apegándose demasiado literalmente a lo dispuesto por el vicealmirante, en vez de la más que obvia y razonable medida de pedir el apoyo de un destacamento de infantería para retirar el aparato desde la tierra firme donde ya se encontraba a salvo, una partida de marinos del buque desafió al temporal que azotaba a la costa, desembarcó con dirección a la playa, desarmó los restos, subieron esas partes nuevamente al bote, y los trasladaron de vuelta al Lynch, donde fueron izados y quedaron depositados. Acto seguido, pusieron proa hacia Valparaíso, para arribar al puerto el 2 de julio con la idea de entregarlo en la base aeronaval Las Torpederas.


Ante esta cadena de cuestionables decisiones, la mala suerte del Capitán Pastene habría de continuar, sin embargo. El océano que el célebre Juan Bautista Pastene alguna vez dominara orgulloso y resuelto, descubriendo nuevos lugares por doquier, esta vez no se apiadó de los fierros retorcidos a cuyo nombre honraban. El mal clima ya generalizado en la zona costera impidió que el Lynch hiciera las maniobras de descarga de los restos del avión en Valparaíso. Requerido de urgencia por sus suspendidas obligaciones para con la Escuadra, debió zarpar de inmediato hacia el norte llevando al aparato todavía a bordo junto al mecánico Soto.


El acorazado Latorre
La idea siguiente fue llegar a Puerto Aldea y hacer el trasbordo de los restos hacia el acorazado Latorre que venía de vuelta hacia el sur con destino al Apostadero Naval de Talcahuano. Zarandeado una vez más el Capitán, los marinos del Latorre recibieron no sin algún desconcierto estos fierros de pésimo aspecto que quedaron desparramados sin gracia alguna en su bien cuidada cubierta, entorpeciéndoles el paso.

Tal vez ahora el clima sí se apiadaría de nuestro protagonista, para permitir poner fin a esta costosa y a todas luces desproporcionada operación de rescate a que se vieron obligados los marinos, ya no para asistir con unos primeros auxilios de muy dudosa eficacia –tal como lo quiso en un primer momento el general Contreras– sino que para proceder franca y decididamente al entierro de este avión que nunca quiso –o pudo– hacer bien su trabajo. ¿Qué otra cosa podía estar pasando por la mente de los involucrados que conocían la historia tal cual ocurrió, razonablemente hablando?

Final
Por segunda vez en menos de dos años, el Capitán Pastene arribaba a Valparaíso a bordo de un barco, aunque esta vez no en la bodega de un anónimo vapor y con todo un futuro por delante –como ocurriera en 1922– sino que en la cubierta del Latorre, la más poderosa unidad de la Armada de Chile, y terminada sin gloria alguna su accidentada carrera.

Una vez en tierra, un suboficial mecánico y un soldado pertenecientes a la Maestranza fueron comisionados para retirar los restos desde el puerto, con la orden de subirlos al ferrocarril y trasladarlos de vuelta a Santiago. Los marinos de la base Las Torpederas prestaron toda su colaboración para esta tarea, y así quedó consignado en una comunicación de 1925, carta en la que el capitán de fragata a cargo del entonces llamado Servicio de Aviación Naval pedía que –suponemos que con algo de pudor– les fueran devueltas –por favor– “las dos carpas de loneta de 7 x 2 metros cada una que habían ido a la Escuela cubriendo la máquina SVA caída en Horcón...”.

Arribado el Capitán a El Bosque no nos cabe duda de que no se hizo ningún esfuerzo por repararlo ni mucho menos, y eso a pesar del optimismo del general Contreras y del teniente Sosa que había motivado la reciente operación de recogida. En efecto, ninguna de las detalladas relaciones de los trabajos hechos por la Maestranza de Aviación a contar de julio de 1924 contempla alguna revisitación de los restos del avión, por lo que es seguro que sus días terminaron como material de desecho.

Lamentablemente, nada más se supo del Comité Pro-Aeroplano, ni si los Molfino intentaron o no recuperar los numerosos repuestos sin uso que quedaron en la Maestranza. Lo más probable –en nuestra opinión– es que todo se sumió en un conveniente olvido, ayudado por la evidencia de una buena intención que se estrelló, literalmente, contra la frustración manifestada en toda su amplia gama.

Sin embargo parecer este el final más razonable, una nueva pista es aportada por un artículo publicado en 1976 por el notable historiador aeronáutico chileno Enrique Flores Álvarez. En una de las interesantes crónicas acerca de la aviación militar nacional que publicaba la otrora interesante revista de la Fuerza Aérea de Chile, éste se refirió –valiosa fotografía incluida– a la existencia de un monoplano parasol construido con restos de otros aviones por el aviador nacional Clodomiro Figueroa (en la foto), en una fecha que no determinó claramente, pero que es posible situarla en el año 1928 por la naturaleza de los temas tratados en ese mismo capítulo, y por el hecho de que fue en esa época que el piloto Figueroa –uno de los prohombres de la aviación civil chilena y un reconocido armador y mecánico de aviones– sirvió en la Maestranza con el grado de Maestro Mayor.

Siguiendo en todo a Flores, “el motor, fuselaje y tren de aterrizaje pertenecían al último Bristol M.1C retirado del servicio de la Aviación Militar en 1923”. En cuanto al resto, “las alas, plano de cola y timón de dirección, eran los del SVA donado por la colectividad italiana y que cayó al mar frente a Quintero en un vuelo de prueba”.

Obviando las varias inexactitudes de Flores, el hecho es que los montantes, largueros y cables que formaban el sistema de unión de las alas al fuselaje habían sido ideados por el propio Figueroa, diseño que a la primera oportunidad demostró ser un fracaso. En el primer ensayo en El Bosque, el propio Figueroa “tuvo que aterrizar de emergencia luego de que las alas comenzaran a batirse peligrosamente”.


El "híbrido" de Figueroa, y él mismo a los mandos
Si bien Flores no aporta ningún dato adicional ni mayores fundamentos que refuercen su tesis, nos cabe hacernos cargo ahora de sus afirmaciones, aunque sólo sea como excusa para entregar una serie de antecedentes inéditos, puesto que ya hemos dejado ver nuestra propia posición al respecto. Esto es, luego de su recepción por la Maestranza en julio de 1924, ¿habrán ido a parar los restos del Capitán Pastene al conocido taller de don Clodomiro?; ¿fueron realmente las partes de este avión las que se ocuparon para crear al fracasado híbrido aquel, sobre todo después de sufrir los nocivos efectos del agua salada y de sucesivas manipulaciones por tanto tiempo?


Diseño del híbrido de Figueroa, según Velasco
Es aquí donde debemos retomar el relato acerca del destino de los otros aparatos SVA 10 que se pasearon por Chile en 1921, antes de que nuestro protagonista arribara a Valparaíso.

Vidas paralelas, I
El avión Magallanes, del patriótico Comité Pro-Aviación de Magallanes, luego de unir las ciudades de Punta Arenas y Río Gallegos a fines de mayo de 1921, volvió a la primera de ellas para seguir la planificación de nuevos vuelos, entre ellos un anhelado crucero a Puerto Montt. Sin embargo, su destino llegó el jueves 15 de septiembre siguiente, cuando, de vuelta de un vuelo local y aterrizando en la cancha de la ciudad al mando del alemán Franz Scharls, una de sus alas chocó contra un poste adyacente, capotando y quedando severamente destruido.

La prensa de Punta Arenas –pendiente de todos los movimientos del avión– consignó que el SVA 10 Magallanes se clavó violentamente de nariz, inutilizando fuselaje, alas, hélice y todos los montantes, “destruyéndose totalmente”. Sin necesariamente querer desmentir dicha versión, hay que tener presente que la misma prensa ya había magnificado los daños sufridos por el avión con ocasión de su bautizo el 21 de mayo de 1921, al estrellarse mientras despegaba con Pozzati y la esposa de éste a bordo, desencantando a aquellos magallánicos que se habían inscrito para los vuelos populares que tendrían lugar ese día como uno más de los actos conmemorativos del Combate Naval de Iquique; sin embargo, el aparato ya estaba plenamente operativo pocos días después para emprender su crucero a Río Gallegos.

No obstante, debieron pasar varios meses antes de que se presentara la posibilidad de reparar el avión. En abril de 1922, Dante Lépori, estando en la capital y actuando en representación del Comité, elevó una solicitud al ministro de Guerra pidiéndole autorización para que la Maestranza ejecutara las reparaciones necesarias para poner en vuelo nuevamente al aeroplano, acogiéndose a un subsidio estatal creado en ese entonces para apoyar a la aviación civil. Siguiendo el conducto regular, la petición fue derivada a la Inspección General de Aviación para establecer si se podían hacer las reparaciones solicitadas, y cuánto de su eventual valor le correspondería asumir a los interesados.

A mediados de agosto siguiente, la jefatura de la Maestranza informó que se podía proceder a la reparación del Magallanes, siempre y cuando no se tratara de reponer piezas de partes vitales, imposibles de ser reconstruidas debido a la calidad del material necesario, como tubos de acero, tren de aterrizaje, radiadores, etc. Asimismo, advirtió que la Maestranza no poseía repuestos para motores italianos, y que para cualquier precisión posterior se necesitaba –obviamente– revisar al aparato, el que aún se encontraba en Punta Arenas. En vista de lo positivo de la respuesta, en la madrugada del 30 de septiembre de 1922 el avión Magallanes dejaba Punta Arenas a bordo del transporte Angamos, de la Armada.

Arribado a El Bosque en noviembre, durante diciembre se hicieron algunas reparaciones preliminares al motor en el taller de mecánica, aunque los antecedentes disponibles indican que a contar de enero siguiente estos trabajos se suspendieron indefinidamente.

A pesar de la fe puesta en su recuperación, el aparato permanecería en la Maestranza por varios años más. En tal sentido, el mismo Lépori se acercó hasta la Brigada de Comunicaciones del Ejército en enero de 1925 para pedir la devolución de su aeroplano, hecho que debería haberse concretado ese mismo mes de no haber mediado –como se exigió revisar en ese momento– “cargos en contra del expresado señor, ya sea por reparaciones a su máquina u otra deuda cualquiera”.

Tampoco es enteramente descartable que, sumadas las cuentas pendientes por revisión, reparación y bodegaje, el aparato finalmente hubiera quedado en manos militares en parte de pago; o que Lépori hubiera recibido una oferta hecha por el propio Figueroa, quien tenía su hangar dentro del mismo recinto de El Bosque. Si bien estas dos últimas alternativas son perfectamente posibles, el real destino de los restos de este avión –más allá de lo avanzado aquí– todavía es un pequeño misterio que esperamos develar en una futura investigación.

Vidas paralelas, II
Por su parte, la historia del SVA 10 de Nicolás Bó en su intento para probar la factibilidad de un servicio de correo aéreo Argentina-Chile-Perú, presenta algunas características muy interesantes y también inéditas.

Luego de arribar a Santiago desde Bahía Blanca vía cruce de los Andes el sábado 24 de diciembre de 1921, cinco días después –esto es el 29– despegó a las 07:00 horas desde El Bosque para primero sobrevolar la ciudad y luego dirigirse a Valparaíso, con la intención de seguir viaje hacia Antofagasta. Sin embargo, una cerrada neblina les impidió seguir su trayecto como estaba programado y debieron aterrizar sin mayores dramas en el pueblito de Artificio, a unos doce kilómetros de La Calera.

Una vez en tierra, y ante la noticia de la inesperada visita, varios vecinos caleranos tomaron sus automóviles y se acercaron hasta el lugar del descenso, rescatando a los célebres viajeros y las bolsas con correspondencia que llevaban, trasladándolos hacia La Calera y procediendo –acto seguido y sin mayores preámbulos– a agasajarlos convenientemente en los salones del ¡qué mejor! Italia Hotel. Los relatos de la época indican que al espléndido almuerzo asistieron más de cien personas, incluido el alcalde, y que los discursos y muestras de simpatía fueron más que efusivos.

Entre una y otra cosa, los italianos sólo continuaron viaje al norte en la mañana del domingo 1º de enero de 1922. Tal vez el clima, tal vez el cariño de la gente, o la proximidad de las celebraciones del Año Nuevo; la verdad es que los aviadores se quedaron más de lo presupuestado entre sus hospitalarios anfitriones, y su estadía estuvo lejos de ser una "mera escala técnica de algunas pocas horas", como se ha dejado ver erradamente en nuestra literatura desde Flores en adelante, sin variación.

Ese domingo despegaron a las 10:00 de la mañana desde Artificio, lugar donde había quedado guardado el avión. Luego de 50 minutos de viaje, cuando navegaban a la altura de Illapel, el motor comenzó a vibrar en forma alarmante, por lo que decidieron buscar un lugar donde aterrizar, deambulando sin suerte por varias de las localidades del sector, pero no encontrando un lugar apropiado para el descenso. Finalmente lograron bajar en la hacienda El Tambo, en el sector de Salamanca, pero en la maniobra rompieron el tren de aterrizaje y, a consecuencia de esto, también las alas y el fuselaje.

Bó, definitivamente mal humorado por el poco elegante y prematuro fracaso de su viaje, no quiso pronunciar palabra y en lo sucesivo delegó tal honor en Ragadale. Sin embargo, y en la única y escueta declaración que se le conoce refiriéndose a la causa del accidente, el italiano telegrafió desde Salamanca el 3 de enero a El Diario Ilustrado, de Santiago, puntualizando que fue “una rotura de la hélice” el motivo que los obligó a bajar de emergencia.

Los desmoralizados aviadores permanecieron junto al caído aparato hasta conseguir subirlo a bordo de un tren con destino a Santiago, para entregarlo con encargo de reparación en los talleres de El Bosque. El 10 de enero siguiente ambos viajeros volvieron a Buenos Aires vía terrestre, con la intención positiva de conseguir repuestos y regresar a Chile para continuar el crucero a Lima (en una fecha que en ese momento ellos estimaron posible para mediados de febrero de ese año), expedición que finalmente no se concretó.

Sin embargo, la historia de este SVA 10 luego del accidente relatado fue algo más compleja que lo que ha sido consignado por los autores y, desde luego, su final está lejos de la imposibilidad de reparación, como se ha sostenido hasta ahora.

Ante las dificultades del retorno a Chile, la representación de Bó en el país fue asumida por nuestros conocidos Molfino, de Valparaíso. Ellos quedaron en calidad de depositarios provisionales del avión, y encargados además de concretar las gestiones para la reparación y para todo lo que tuviera que ver con el trato con los militares. A la Maestranza el SVA 10 entró “por orden superior”, y a partir de marzo de 1922 rápidamente se le hicieron varios arreglos, los que estuvieron listos incluso antes de que los interesados lograran conseguir y entregar –como finalmente lo hicieron– los repuestos más importantes, a saber un tren de aterrizaje y un nuevo motor con todos sus accesorios. Recibidas estas piezas, la Maestranza ejecutó diligentemente una completa revisión del fuselaje y desarme de las partes averiadas, construcción de las partes definitivamente inservibles (principalmente dos alas y un alerón), y reparación de todas aquellas piezas y partes afectadas de alguna manera por el accidente que lo había dejado varado en Salamanca.

En El Bosque se le vio durante todo el primer semestre de 1922, y estando ahí –al igual que ocurriera con el Capitán Pastene– también le cupo cierta figuración en el tema del crucero de dos aviones a Brasil.

En efecto, luego de que el 2 de septiembre de ese año el de Havilland DH.9 96 Talca del capitán Baraona se accidentara irremediablemente en la pampa argentina, quedó claro que la expedición a Río de Janeiro sería cualquier cosa menos una empresa fácil. Obligado moralmente a continuar, el capitán Aracena –con Seabrook en el asiento trasero del 92 Ferroviario– debió hacer acopio de toda su voluntad y fortaleza física para enfrentar solo las etapas siguientes del vuelo, viendo objetivamente disminuidas las posibilidades de éxito con la caída de su número.

La honda impresión causada por el tropiezo de Baraona –episodio de una historia de la que todo Chile estaba pendiente, como en la mejor novela por entregas– hizo que la Inspectoría General de Aviación pensara apoyar a Aracena con el envío de otro avión más apropiado para el cumplimiento de la misión, un aparato de reconocidas cualidades como explorador en tareas de largo aliento. Este deseo, que era vox populi entre cualquiera medianamente informado en los temas de aviación en esa época (y del que la prensa habló con insistencia) hizo que –como ya establecimos– el Comité Pro-Aeroplano, al entregar al Capitán Pastene el 6 de septiembre –sólo cuatro días después del accidente en Castellanos– impusiera la expresa condición de que éste no sería usado en el raid hacia el Atlántico, voluntad que el alto mando militar se vio obligado a respetar.

Sin embargo, también en la Inspectoría estaban informados de que en la Maestranza estaba el otro SVA 10 –el avión de Bó y Ragadale– y que en éste ya se habían hecho todas las reparaciones necesarias para dejarlo punto menos que apto para el vuelo. Luego de unos rápidos sondeos para ver si el aparato estaba o no en venta, el 4 de septiembre se conoció que éste estaba disponible por la suma de 14.000 pesos argentinos, puesto en la Escuela y en el estado en que se encontraba. Como se reconoció por el oferente en ese entonces, el precio era algo más elevado que aquel que el propio Bó le había fijado meses antes, diferencia atribuida a las fluctuaciones del cambio de monedas entre una fecha y otra.

El ofrecimiento, sin embargo, no contó con el apoyo de los que serían los principales operadores, esto es el personal de El Bosque. En la mañana del 5 de septiembre el coronel Monreal –jefe de los aviadores– se comunicó verbalmente con la dirección del instituto para requerir antecedentes claros acerca del avión, y la respuesta no fue favorable. Esa misma tarde se despachó por mano a la Inspección una carta en la cual, si bien se reconocía abiertamente la calidad del material italiano como avión de reconocimiento de largo alcance, se supeditaba su adquisición al cabal conocimiento del estado real del fuselaje y horas de funcionamiento del motor, datos en ese momento desconocidos toda vez que no había ningún libro bitácora ni planos de fábrica que acompañaran al aeroplano. Además, y ratificando la causa del accidente de comienzos de enero, se refería a la conveniencia de exigir del vendedor la entrega de una hélice que correspondiera realmente a la de la máquina, puesto que la que tenía instalada provisionalmente en ese momento estaba diseñada para trabajar con un motor de 180 hp como rendimiento máximo, y no para los poderosos 220 del diseño original.

Por las razones expresadas, el alto mando de la aviación se vio imposibilitado para incluir a cualquiera de los dos SVA 10 presentes en la Maestranza en esta interesante página de nuestra historia aérea.

Durante septiembre de 1923 hubo a lo menos otro intento oficioso de algún anónimo personaje para lograr vender el SVA 10 a los chilenos, ante lo cual los Molfino –todavía a cargo del mismo– reaccionaron rápidamente advirtiendo al director de la Escuela de Aviación que los únicos encargados de tales gestiones eran ellos, que no había instrucciones recientes de Bó para el destino del avión, y que a esa fecha el italiano aún les debía una elevada suma por desembolsos hechos por ellos en su nombre, por lo que el aeroplano no debía salir de la Maestranza sin el previo y acreditado consentimiento de ellos.

Luego de no concretarse la llegada de los últimos pocos repuestos necesarios para volarlo con seguridad, en noviembre de 1923 se ordenó a la Maestranza que procediera a su desarme y almacenamiento, previa confección de las actas de inventario y de estado de conservación de los materiales e instrumentos.

Como sabemos, en esos mismos días la situación del Capitán Pastene era del todo crítica, y no faltó quien viera la posibilidad de ocupar las piezas del motor del avión del sargento italiano para poder sacar al Capitán de su exasperante inmovilidad, la que se complicaba a cada día por las investigaciones sumarias por los daños al motor, por la imposibilidad de repararlo, y por los constantes requerimientos desde el alto mando –y también desde el Gobierno– para conocer qué estaba pasando y para cuándo se esperaba que el aeroplano entrara en operaciones efectivas.

Finalmente, en febrero de 1925 se reactivó el interés de las autoridades por saber qué había pasado con los almacenados restos del avión de Bó. En tal sentido, se ordenó a la Maestranza que remitiera un informe actualizado acerca de la situación de éste a fin de tomar una resolución al respecto. La respuesta fue que, de acuerdo a un documento de detalle de trabajos y costos, el total de lo adeudado alcanzaba a 2.302 pesos, pero considerados estos al 16 de septiembre de 1922, fecha en la cual se había elaborado dicha acta. Ante esto, se ordenó al ingeniero Seabrook que hiciera un reavaluación de los gastos, suma que desconocemos lamentablemente, pero que nos resulta fácil adivinar fue considerablemente superior, sobre todo teniendo en cuenta e incluyendo los costos de almacenaje por más de tres años. ¿Se saldó esa deuda, o fue obtenido finalmente el SVA de Bó en parte de pago?

Epílogo
Ante los antecedentes entregados aquí, y no olvidando que los hemos traído a colación sólo para aportar algunos datos sobre el probable origen del híbrido experimental del aviador Figueroa, personalmente nos resulta más creíble pensar que las piezas de SVA que utilizó éste en su curiosa aventura privada de 1928 no provinieron en caso alguno del Capitán Pastene, como afirma sin fundamentos conocidos don Enrique Flores, sino que de cualquier otra fuente mucho más a la mano y sin duda menos dañada: los repuestos llegados con el Capitán, dentro de los cuales venían precisamente piezas y partes como las que ocupó don Clodomiro; lo que quedó del SVA 10 Magallanes, probablemente adquirido a su dueño o a los militares por el propio Figueroa; o el avión del susceptible Bó, finalmente y después de todo en manos de la Maestranza, ante un italiano del que no se registró de nuevo su paso por Chile y que dejó alguna que otra cuenta impaga, a lo menos parcialmente.


Asimismo, ya está acreditado que el destino del Capitán Pastene, joya de la ingeniería italiana, no estuvo en las profundidades de nuestro océano –donde para siempre habría quedado, según afirma la literatura aeronáutica chilena más repetida, sino que en uno igual de frío y ciertamente menos romántico que las aguas del Pacífico que lo vio caer, como lo fue el desguace en la Maestranza de El Bosque. Un final que, como hemos visto, en mayor o menor medida fue común a todos los pocos de su estirpe que surcaron nuestros cielos, pero incluso aún más desgraciado si consideramos que nuestro protagonista –a diferencia de los otros– no alcanzó siquiera a tener un mínimo momento de gloria.